La Unasur y el conflicto entre Venezuela y Colombia
Unidad y autonomía para encauzar el conflicto
Publicado el 13 de Agosto de 2010
Por Carlos Raimundi Secretario General del Partido SÍ en Nuevo Encuentro.
El conflicto Colombia-Venezuela, supuestamente bilateral, se inscribe, más bien, en el debilitamiento de la hegemonía estadounidense y su necesidad de recuperar control estratégico sobre nuestra región.
El ex presidente Uribe utilizó su combate contra las FARC con tres objetivos básicos de política interna: 1– Como factor de cohesión social, habida cuenta del rechazo generalizado de la población a esa organización. 2– Como consolidación de su popularidad y prolongación de su presencia política aun después de su salida y 3– Como forma de “marcar la cancha” a su sucesor, quien ya había mostrado cierta diferenciación en términos de mayor diálogo con Venezuela, y garantías de salidas pacíficas del conflicto.
No obstante, la controversia ingresa en un campo de análisis mucho más amplio que la pretendida incursión de las FARC en territorio venezolano y la consiguiente ruptura de las relaciones diplomáticas, e involucra, en gran medida, al conjunto de nuestra región. Me animo a ubicar ese amplio marco conceptual en las siguientes coordenadas:
A– Rusia: su recuperación económica y su protagonismo como abastecedor de combustible, la reconcilia con su tradición imperial, y la involucra en los conflictos por el control de territorios adyacentes, como límite a las apetencias de los EE UU de consolidarse lisa y llanamente como potencia asiática.
B– Medio Oriente: el fracaso de los EE UU, tanto militar como ante la opinión pública mundial, debilitan la autoridad de las intervenciones y las guerras inventadas.
C– China e India: su emergencia como nuevos actores económicos los convierte en inminentes convidados a la mesa de la política internacional.
D– Europa: una crisis que acentúa su impotencia para controlar la inmigración africana, agrega a la agenda de los EE UU un nuevo dolor de cabeza.
E– Brasil: se afianza como país continente y potencia de segundo grado, representando a una región que sale de tres décadas perdidas. Con números virtuosos en su macroeconomía, Sudamérica ensancha el margen de reivindicación social de sus pueblos, y se reapropia de rentas históricamente depredadas por el poder financiero extrarregional.
En este marco, la llegada de Obama a la presidencia de los EE UU aumenta la complejidad, porque, si bien está lejos de ser un “progresista” en términos de la izquierda latinoamericana, tampoco es un representante ortodoxo de los halcones que aún controlan los mayores núcleos de poder de su país, y buscan –a cualquier precio, como siempre– desbancarlo de una segunda presidencia, o en todo caso, inviabilizar sus posiciones más innovadoras. La incursión estadounidense en el Mar de Corea, provocando la caída del primer ministro japonés de centroizquierda Yukio Hatoyama, es una muestra de que todavía conservan una feroz capacidad de reacción de sus organismos de inteligencia.
Todo esto contribuye a cimentar esperanzas en un mundo con más actores decisivos de lo que suponía la unipolaridad emergente tras la caída del muro de Berlín.
El conflicto Colombia-Venezuela, supuestamente bilateral, se inscribe, más bien, en este debilitamiento de la hegemonía estadounidense y su necesidad de recuperar control estratégico sobre nuestra región. ¿Qué papel le toca en tal contexto a América Latina? ¿Cómo se relaciona ese conflicto con este cuadro de situación mundial?
Antes de esbozar una respuesta, no puedo dejar de plantear un párrafo sobre el narcotráfico. Siendo el primer país consumidor y con poderosos instrumentos de control a su alcance, los EE UU no encauzan el tema porque no quieren. En vez de prevenir el consumo y descomprimir, por vía de legalizaciones parciales, un negociado que se infla proporcionalmente a su clandestinidad, la criminalización y militarización usadas hasta ahora han operado como los más fuertes mecanismos de control social y disciplinamiento político. Y Uribe fue, en ese sentido, el ariete de la estrategia estadounidense; sus bases recientemente instaladas en Colombia bastan como prueba fehaciente.
Pero desde el momento que en América Latina aparecen otros gobiernos con el coraje de salirse del libreto, los EE UU se sienten compelidos a reforzar su injerencia. Lo están haciendo en México, y no porque tenga un gobierno progresista. Allí, los 14 mil muertos por un narcotráfico que ya no condiciona al Estado sino que en diversos nichos de gestión lo ha sustituido, tapan el flagelo social más importante que es la pobreza, multiplicada desde la firma del tratado de libre comercio, y su consecuencia directa, los emigrados.
Volviendo a las preguntas, América Latina está felizmente dotada de aquellos recursos estratégicos que en el planeta resultan insuficientes: energía y combustibles tradicionales y alternativos, agua potable, biodiversidad. Pero con un extra sobre otras regiones que también los poseen: no estamos en presencia –hasta ahora– de conflictos étnicos, religiosos o sociales de tal radicalidad, que distorsionen el carácter prioritario de aquellos recursos. Para preservarnos de ello, la Unasur es una herramienta fundamental, no sólo por concretar simbólicamente la aspiración bolivariana, sino por su potencial político. El Banco del Sur; el Consejo Regional de Defensa, direccionado hacia áreas estratégicas como la amazonia (biodiversidad), la andina (minerales), la platina (agua dulce) y la atlántica (petróleo), las cumbres presidenciales, y, como está visto, las mediaciones personales e institucionales, constituyen pilares esenciales para la unidad y la autonomía de la región.
América Latina está dando pasos históricos en dirección a su autonomía. Ayudan a ello su situación económica y la voluntad política, aún con matices, de varios de sus gobernantes. Por eso, no hay que permitir que se instale como problema central la falsa división entre presuntos “institucionalistas prolijos” dignos de todo elogio por los bienpensantes de siempre, como podrían ser Lula o Mujica (o Ricardo Lagos y Michelle Bachelet en su momento), y “populistas anacrónicos” como Chávez y Evo Morales, entre quienes les conviene incluir también a Kirchner y Correa.
Y no debemos tampoco ceder a un republicanismo vacío que taladra con la alternancia, sino consolidar la orientación de los liderazgos presentes, hasta tanto se tornen irreversibles algunos de los logros y las disputas de poder que transforman a este momento en uno de los más ricos de nuestra historia.
Sobre la conveniencia o no de exacerbar el conflicto se pusieron en juego dos teorías. La primera propone no alentar la injerencia de una fuerza extrarregional, para no desviar la atención de la defensa de nuestros recursos estratégicos en unidad. La segunda, que en algunos momentos pareciera haber sostenido Chávez y de ahí su acercamiento a Irán, es que si América Latina no entra en la confrontación principal –esto es, con los EE UU como enemigo explícito, directo y en el campo de batalla y con el objeto de salir del capitalismo– nuestra región nunca será un jugador internacional de relieve. En mi opinión, la región debe profundizar las actuales experiencias de inclusión social y multiculturalidad, de cambio de patrón distributivo y de inversión, e inclusive, revisar la utilidad o no que le han deparado las instituciones liberales anglosajonas y eurocéntricas. Pero en paz. Los odios y las consecuencias de un enfrentamiento que vaya más allá de lo político, pueden ser irreparables por décadas y dilapidar la presente oportunidad.
Desde el momento en que la Unasur (incluyó el proyecto CELAC, Comunidad de Estados de Latinoamérica y el Caribe sin los EE UU ni Canadá) salvaguardó a Evo Morales del golpismo, resistió la instalación de las bases militares estadounidenses y cuestiona la presencia de la Cuarta Flota, se erige como un freno a la incursión neocolonialista: ergo, la pretensión original del ex presidente Uribe, cabeza de playa de los EE UU en el continente, intentó hacer todo lo posible para que las gestiones de la Unasur aparecieran como un fracaso. Y no pocos actores internos de nuestro país apostaron a ello a través de sus presagios apocalípticos.
Con inteligencia y decisión política, y no sin dificultades, cada uno de nuestros pueblos está sorteando la abrumadora presión a la que las corporaciones estuvieron hasta ahora tan habituadas, se trate de cúpulas financieras, terratenientes, mediáticas o eclesiásticas. Con la misma decisión, la unión de esos mismos pueblos, acaba de dar un valorable paso frente al ancestral acoso del colonialismo: eligiendo la paz frente al señuelo de una posible intervención militar, y la unidad en autonomía, frente al tutelaje histórico de la superpotencia.