AMÉRICA LATINA ANTE UNA NUEVA PERSPECTIVA DE PROTAGONISMO SOCIAL*
Por Carlos Raimundi
Introducción
Voy a desarrollar el tema a partir de una pregunta ¿Por qué estamos ante la recuperación del compromiso de los jóvenes con lo público y con lo pólitico?
En verdad, esa pregunta –que me fue formulada recientemente en una Mesa Redonda- estaba dirigida exclusivamente a que yo respondiera sobre la alta calidad de los dirigentes que lideran el actual proceso latinoamericano, en comparación con etapas anteriores. Desde luego que opino que es así, y que es una de las razones. Es decir, convoca mucho más a una épica juvenil un Presidente que recupera la comandancia del ejército para la autoridad civil que uno que indulta genocidas, por poner sólo un ejemplo. Pero para ser totalmente sincero creo que no se trata solamente de eso. Hay que enmarcar la idea dentro de un proceso histórico, que, si bien tiene su punto de partida cinco siglos atrás, con el inicio de la conquista cultural y el saqueo, para el tema que nos ocupa debe centrarse en los antecedentes de los últimos decenios.La Comisión Económica para América Latina (CEPAL), es un organismo de la Organización de Estados Americanos (OEA), pero que está fuera del libreto ortodoxo del “panamericanismo” de posguerra, es decir, de la idea de que América Latina debía seguir irremediablemente los pasos fijados por los victoriosos Estados Unidos. La CEPAL, desde un planteo ciertamente más “desarrollista” y un poco menos liberal, selló el concepto de que la década de los 80 fue para nuestra región “la década perdida”. Es cierto, pero en mi opinión América Latina viene de tres décadas perdidas. La década de los 80 se perdió en términos económicos debido a que la década de los 70 se había perdido en términos político-institucionales, y eso hizo que la de los 90 se perdiera en términos de brecha social y empobrecimiento estructural, con un serio retroceso, además, en términos culturales. Para disipar los cantos de sirena que proponen soluciones maximalistas, es necesario tener en claro el espesor del retroceso que acarreamos como región, y del que, dificultosa pero progresivamente nos venimos recuperando a partir de los 2000.
Asocio el tema de la situación regional con el fuerte debate político que se había instalado en las calles, y especialmente entre los jóvenes durante los últimos 60 y los primeros 70. Debate referido, vale la pena decirlo, a temas muy ligados a la cuestión del poder, con el cual el debate de nuestros días retoma algunos puntos de contacto.
¿Y por qué ese debate se aplacó durante más de treinta años? Nada menos que porque la primera mitad de la década de los 70 implica un quiebre histórico muy fuerte, no sólo en la Argentina sino en América Latina y en el mundo. Es precisamente ese marco histórico al que deseo referirme.
Una de los conceptos en que se asienta la teoría marxista es el materialismo histórico, que en resumidas cuentas sostiene que la historia de la humanidad se reduce a la historia de la lucha de clases, esto es, la puja por la apropiación del excedente económico durante los diferentes modos de producción: esclavista, feudal y capitalista. En todos ellos hay un hilo conductor, y es precisamente la disputa por ese excedente entre la clase opresora y la oprimida. Pues bien, creo que este análisis se puede aplicar al momento histórico de la primera mitad de los 70. ¿Por qué? Porque convergen dos coordenadas fundamentales: por un lado, el hecho de que el mundo había acumulado durante los treinta años que siguieron al fin de la Segunda Guerra (1945 – 1975) un crecimiento en la producción de bienes y servicios equivalente a la riqueza generada desde los orígenes de la humanidad hasta ese momento. La estructura económica con base en la industria pesada y el trabajo intensivo proporcionó durante esas décadas un ritmo de crecimiento exponencial, con prescindencia de si se trataba del régimen capitalista o comunista. Quiero decir que la diferencia entre éstos tiene que ver con la apropiación y distribución de la plusvalía, pero no con su generación, desde el momento que una cadena de montaje de automotores –por ejemplo- estaba organizada a partir de una estructura semejante, así se tratara de un régimen u otro.
Ese proceso, traccionado desde los denominados “complejos militar-industriales” de las dos superpotencias, encuentra a América Latina en plena etapa sustitutiva de importaciones. Ante la dedicación exclusiva de las economías centrales, primero a la guerra y luego a la reconstrucción, nuestra región pudo acumular excedentes y acreencias respecto de Europa a partir de la provisión de materias primas, lo que le permitió iniciar un período de ahorro interno y mayor autonomía productiva e industrialización. Así, gobiernos contemporáneos entre sí como los de Perón en la Argentina, Getulio Vargas en Brasil y el general Carlos Ibáñez del Campo en Chile, desarrollan perfiles parecidos en cuanto a la intervención estatal en la economía, ascenso social del incipiente proletariado e intentos de integración regional.
La otra coordenada es la conformación asistemática de un nuevo sujeto social muy dinámico y participativo, corporizado en la movilización de millones y millones de jóvenes que desde distintos ángulos –y sin una coordinación centralizada, sino como expresión de un clima general de época- ponen en disputa la apropiación de aquel excedente económico generado por el crecimiento exponencial del modelo industrial. Lo disputan, en definitiva, con los grandes conglomerados financieros que también son expresión de ese mismo híper desarrollo del capitalismo. En suma, tres décadas de crecimiento económico-financiero a un ritmo inédito, basado precisamente en la centralidad del Estado de Bienestar, van generando los factores que, a la postre, terminarán por debilitar a ese mismo Estado de Bienestar en el cual se habían originado. Me refiero, en grandes trazos, al capital trasnacional, de un lado, y a los grandes movimientos sociales, del otro. Mi tesis es que América Latina juega un rol principal en esa disputa, cuya derrota arroja como consecuencia las posteriores y mencionadas “décadas perdidas”.
La gestación del romanticismo revolucionario
¿Cuáles hechos acontecen en el mundo para justificar dicha tesis? Comencemos por reiterar el crecimiento fenomenal de la riqueza, impulsado por la carrera armamentista y la industria espacial, como avanzada tecnológica. Finalmente, el capitalismo ganará la batalla contra el comunismo, en parte por haber tenido la inteligencia de hacer que la propia sociedad de consumo solventara su desarrollo. Como botón de muestra, digamos que los organismos estatales soviéticos habían descubierto el reloj de cuarzo mucho antes que los estadounidenses, con la diferencia que éstos fabricaron inmediatamente millones de relojes pulsera para que los ciudadanos financiaran los eslabones sucesivos de sus políticas de investigación.
Volviendo a la cronología histórica, en 1949 tienen lugar algunos hechos políticos fundamentales. Por un lado, la independencia de la India, al cabo de un proceso de mucha participación popular y ocupación de las calles, dando inicio a lo que luego se conoció como el proceso de descolonización afro-asiático. El 24 de octubre de 1945, la Carta fundacional de las Naciones Unidas es firmada por tan sólo 51 estados independientes, mientras hoy existen 192 estados reconocidos, la mayoría de ellos durante la parte final de la década de 1950, la década de 1960 y los primeros años de la década de 1970. Estas emancipaciones fueron encabezadas por movimientos de populares de liberación que lucharon contra el colonialismo de las potencias occidentales, levantando banderas de libertad e igualdad económica y de derechos. La recordada “Batalla de Argelia”, o el caso Patrice Lumumba en el Congo, o los movimientos de Angola y Mozambique donde se alistó Ernesto Guevara luego de salir de Cuba, son ejemplos de ello.
Otro acontecimiento fundamental de 1949 es el triunfo de Mao Tse Tung en China, lo que convierte al país más poblado de la Tierra en un régimen comunista, y lo hace converger con la Unión Soviética –el estado territorialmente más extenso- en su lucha contra el capitalismo en sus distintas facetas. Esto es, en plena “Guerra Fría”, el bloque comunista pasa a apoyar activamente a aquellos movimientos de liberación.
A fines de los años 50 muere el Papa Pío XII, y es remplazado por Juan XXIII. Con la convocatoria al Concilio Vaticano II, el nuevo Papa encabeza un movimiento de modernización muy potente de la Iglesia Católica, en términos de mayor acercamiento de la liturgia a sus fieles. A partir de ese momento, los curas tendrán que oficiar la misa de frente a los oyentes y en el idioma local en lugar del latín; se flexibilizan, además, algunas exigencias en cuanto a la vestimenta, etc. Como saldo de este proceso surge un mayor compromiso de numerosos sacerdotes con la realidad que atravesaban sus pueblos, lo que, en el caso de América Latina, quedará plasmado en la doctrina sellada por la reunión de Medellín, en 1968, bajo el papado de Pablo VI. En 1959 se produce el triunfo de la Revolución Cubana bajo la conducción de Fidel Castro, y un año y medio más tarde se alineará con la Unión Soviética. La Revolución Cubana constituye todo un símbolo para las luchas emancipatorias en el continente y en el mundo, y proyecta como un manto sobre el ideario de los jóvenes latinoamericanos, a la mítica figura de Ernesto “Che” Guevara. De la combinación de ambos factores, las reformas en la Iglesia y la Revolución Cubana, surge la Teología de la Liberación y dentro de ella, el movimiento de Curas del Tercer Mundo en la Argentina. Se rescata la imagen de un Cristo unido a la causa de la pobreza y ello dará origen a incontables movimientos católicos de base, que con los años asumirán, en nuestro país, una mayor filiación política con el peronismo de izquierda.
Otro factor muy importante lo constituye el retiro de las tropas estadounidenses de Vietnam, hasta llegar la derrota definitiva de las milicias más poderosas del mundo a manos de un modesto ejército popular, guiado –mucho más que por el poderío de sus armas- por la mística de estar defendiendo su propio territorio de los ataques del invasor. Es así que los EE.UU. terminan por ser desalojados. Los vietnamitas contaban con un promedio de estatura que era 15 cm menor que los marines estadounidenses, habían sobrevivido en los túneles tendidos bajo la tierra en plena selva, alimentándose de las raíces de los árboles. En esas condiciones habían construido trampas caseras en cuyas garras caían los soldados enemigos, creando entre sus filas un profundo desgaste moral. Un humilde y pequeño pueblo campesino podía más que el napalm utilizado para la desfoliación de los montes. Ese mismo desgaste moral, era experimentado por la población civil de los EE.UU. cada vez que aterrizaban en su país los aviones portando centenas de ataúdes de jóvenes muertos en un combate librado a varias millas de distancia, en una batalla cuyos supuestos beneficios –que no eran otros que la expansión del Imperio- esa misma población civil no alcanzaba a comprender cabalmente. Se multiplican, así, entre los jóvenes, las consignas pacifistas, y se expanden las expresiones de una música de protesta que desembocará en las manifestaciones multitudinarias convocadas por el rock, la psicodelia y el hippismo. Desde las propias sociedades desarrolladas surge también una nueva cultura.
En 1965 tuvo lugar la más multitudinaria marcha de la que hubiera memoria hasta ese momento, liderada por el pacifista Martin Luther King hacia los jardines del Capitolio de Washington, bajo la consigna: “yo tengo un sueño, que los niños negros y blancos convivan sin ningún prejuicio”. Simultáneamente, Malcolm X luchaba desde el norte de los EE.UU. desde un planteo más violento y conspirativo, pero ambos instalaron el objetivo de la igualación de derechos. Vinculado con esto, en 1964, un joven y extraordinario boxeador negro obtiene la corona mundial de todos los pesos, y desde su fama predica fuertemente la igualdad de derechos de los afrodescendientes. Cuando en 1967, teniendo tan solo 25 años, es obligado a alistarse entre las tropas que deben combatir en Vietnam, se niega enfáticamente y es despojado de su título. Intensifica su adhesión al Islam, cambia su nombre de Cassius Clay por el de Muhammad Ali, y su actitud fortalece aún más su llegada a los jóvenes. Nada menos que un ídolo casi todopoderoso se anima a desafiar con su ejemplo la estrategia del imperio: sigue creciendo la mística de los jóvenes en pro de una sociedad mundial más justa, desde valores que están en las antípodas del individualismo y el economicismo que animarían a los jóvenes dos décadas más tarde.
Casi en simultáneo, en 1968 tuvieron lugar dos grandes movilizaciones juveniles en Europa, dividida por la Guerra Fría. Los jóvenes de la Europa que se preciaba de tener igualdad, salían a las calles en reclamo de mayor libertad, en lo que se llamó “La Primavera de Praga”, y fueron brutalmente reprimidos por las tropas oficiales, nacionales de Checoeslovaquia y soviéticas. Mientras tanto, en París, Francia, un país donde todo indicaba que había libertad, en mayo de 1968, los trabajadores de la firma Renault y los estudiantes de La Sorbona se unieron en las calles para reclamar por más igualdad. Era “El Mayo Francés”, que terminó un año más tarde nada menos que con la presidencia de Charles De Gaulle.
El “Cordobazo” de Argentina, de los días 29 y 30 de mayo de 1969, replica, de alguna manera, aquellas movilizaciones, resituando a los movimientos populares y sindicales más combativos, con gran presencia de jóvenes, en el centro del espacio público y la disputa por el retorno a la vida institucional y la justicia social. En 1970, triunfa en las elecciones de Chile la Unidad Popular, que llevó como presidente al marxista Salvador Allende, refrescando la mística de las luchas populares; su gobierno fue implacablemente aplastado tres años más tarde por la dictadura de Augusto Pinochet.
En definitiva, desde todos los puntos cardinales del planeta, desde lo étnico, lo religioso, lo social y lo político, millones y millones de jóvenes imbuidos de un espíritu de participación, ocupación de los espacios públicos, movilización, en pos de objetivos éticos, de justicia e igualdad. Detonaba la pugna con los grupos más concentrados y conservadores, por la apropiación del colosal crecimiento económico operado a partir de la posguerra en todo el mundo. Y esta es, a mi entender, la batalla que pierden los movimientos sociales y políticos más progresistas, en sus distintas expresiones. Es la derrota que da contexto a muchos sucesos vividos en nuestro continente durante los años setenta, y da origen a la denominada “revolución conservadora” de Reagan y Thatcher, y a lo que se conoce como “etapa del ajuste estructural”, a lo que comenzaré a referirme de inmediato.
Los finales de los años sesenta y principios de los años setenta presentan al mundo con un nivel de ebullición social muy importante. Desde luego, sin una dirección política sincronizada, jóvenes de todo el mundo se convierten en protagonistas de un intento de cambio ético, en claro contraste con el economicismo dominante. Nada menos que una batalla cultural y política por un cambio de sistema. Ese fue el marco global en el que se insertan las luchas regionales, y la respuesta que culmina, en América Latina, con la Doctrina de la Seguridad Nacional, el genocidio y el ajuste estructural.
La respuesta del capital financiero
En el otro campo, el de la dirección del capitalismo mundial, el presidente de los EE.UU., Richard Nixon, decretaba en 1971 la “inconvertibilidad del dólar”. Condicionados por los acuerdos económicos de posguerra formulados en Bretton Woods (de donde surgieron organismos como el FMI, el Banco Mundial, y más tarde el GATT), la emisión de dólares debía ajustarse a un encaje predeterminado de oro, debido a que hasta la Segunda Guerra Mundial, el Reino Unido y su moneda, la libra esterlina, todavía mantenían su predominio al frente de la economía capitalista. Sin embargo, al cabo de más de dos décadas de expansión de la economía estadounidense, Nixon dispone liberar al dólar de esa condición, para que la nueva moneda dominante circulara por todo el orbe sin ataduras. La medida originó, entre otras derivaciones, la difusión de capitales estadounidenses, y se constituyó, de hecho, en el primer paso hacia la descontrolada financierización de la economía mundial que todavía padecemos. El relevo del paradigma productivista como organizador de la economía, y su remplazo por el paradigma monetario-financiero señalan la autonomización de lo financiero respecto del mundo productivo y la economía real. La inconvertibilidad del dólar es, finalmente, una medida que adquiere importancia por lo que sucederá más tarde en el mundo, en especial en el sistema capitalista, con la crisis del petróleo.
Luego de algunas insinuaciones anteriores que no le quitan el carácter de inesperada, en 1973 se produce una sorpresiva estampida del precio del petróleo, organizada por la Organización de Países Productores y Exportadores de Petróleo (OPPEP). Esta corporación estaba integrada por los estados con mayores reservas de combustible fósil, principalmente países subdesarrollados de Medio Oriente y América Latina, pero con la intervención de empresas privadas de capitales multinacionales con origen en las naciones más poderosas. Abruptamente, la OPPEP anuncia una suba desmedida que en pocas semanas multiplica por diez el precio del barril, llevándolo a casi 40 dólares, lo que causa un impacto extraordinario en las economías desarrolladas, en uno de los momentos de mayor desarrollo industrial. ¿Cómo continuar, entonces, con ese nivel de desarrollo? ¿Cómo encontrar formas productivas capaces de independizarse del petróleo? ¿Cómo indagar sobre nuevas fuentes de energía, de modo que, por cada punto de crecimiento, hiciera falta cada vez menos componente energético tradicional? La respuesta a estos interrogantes dispara una revolución tecnológica que ya se avizoraba, pero que adquiere un ritmo mucho más acelerado. Una revolución tecnológica basada en energías alternativas que precipitan el hallazgo y uso comercial de nuevos materiales, nuevas tecnologías de la comunicación, el desarrollo de la inteligencia artificial y una mayor incidencia de la denominada economía de servicios, capital y tecnológicamente intensivas, sobre la tradicional economía industrial que tenía su base en la mano de obra y la producción en serie en grandes cadenas de montaje demandantes de miles y miles de trabajadores. Ahora bien, esa revolución tecnológica debía ser financiada. En el ¿cómo? financiar la revolución tecnológica, encontraremos la explicación de muchos sucesos sobrevinientes en las relaciones políticas, económicas y sociales en el mundo.
Así como en los años noventa sería el “Consenso de Washington” el que marcaría las pautas de la relación entre el mundo desarrollado y el subdesarrollo en detrimento de éste último, a mediados de los setenta nacía lo que luego se denominó “La Comisión Trilateral”, integrada por líderes políticos, económicos y académicos de los, por entonces, tres grandes centros del capitalismo, que eran los EE.UU., Europa Occidental y Japón. Inspirada en el politólogo estadounidense Zbigniew Brzezinski, la “Trilateral” aconseja la consolidación del incipiente proceso de financierización del capitalismo, esto es, la multiplicación artificial de recursos financieros con prescindencia del curso de la economía productiva, de modo de que las nuevas plazas financieras creadas a partir de la liberación del dólar a la que ya nos referimos, atrajeran capitales suficientes como para solventar los ingentes gastos que comenzaba a requerir el financiamiento de la revolución tecnológica. Aparecen así sus dos grandes fuentes de financiamiento: la primera, lo que se conoció como el circuito de los “petrodólares”, esto es, cuando las ganancias acumuladas por las empresas petroleras luego de la explosión del precio de los hidrocarburos, en lugar de retornar a sus países de origen –reitero, en su mayoría subdesarrollados- para solventar el desarrollo, prefirieron dirigirse a aquellas plazas financieras del “Primer mundo”, las cuales ofrecían una mayor rentabilidad debido a la suba de las tasas de interés, que, a partir de la inconvertibilidad del dólar, la Reserva Federal de los EE.UU. podía administrar con libertad. ¿Qué son, entonces, los “petrodólares”? Simplemente los dólares del subdesarrollo obtenidos a partir del aumento de un recurso propio como el petróleo, que en lugar de financiar el desarrollo del “Sur”, terminaron financiando la revolucion tecnologica del “Norte”, ampliando, de hecho, la brecha entre el mundo desarrollado y el del subdesarrollo.
La segunda fuente de financiamiento de la revolucion tecnologica que necesitaba el Norte para reducir el impacto de la crisis del petróleo, fue el endeudamiento contraído por las dictaduras latinoamericanas de los años setenta, la primera de sus “décadas perdidas”.
Si tomáramos como parámetro el trienio 1973-1976, sólo dos países de Sudamérica, Colombia y Venezuela, mantuvieron gobiernos civiles, aún con muchas limitaciones al ejercicio de una democracia plena. Los restantes ocho estados sudamericanos se fueron sometiendo a sendas dictaduras, conducidas por militares instruidos bajo la tutela de las escuelas de guerra de los EE.UU., al calor de la Doctrina de la Seguridad Nacional. ¿De qué se trata la DSN?
La Doctrina de la Seguridad Nacional y su proyecto económico
En plena Guerra Fría, el planteo de instrucción militar del Pentágono (Secretaría de Defensa de los EE.UU.) se basaba en la incapacidad de las fuerzas latinoamericanas para enfrentar al enemigo estratégico, la U.R.S.S., en el plano militar. La carrera armamentista y nuclear habían experimentado –según la DSN- un avance tal, que las posibilidades soviéticas sólo podían ser neutralizadas por el desarrollo tecnológico-militar estadounidense. A las milicias de Latinoamérica se le asignaba, por consecuencia, el rol de combatir al “enemigo” en el otro plano de su avanzada, el ideológico. De allí que nuestras fuerzas armadas se convirtieran en ejércitos de ocupación interna, persiguiendo al “enemigo” a través de la abolición de la política partidaria, la vida sindical, la militancia estudiantil, el teatro, la música y la literatura de protesta. ¿Con qué objetivo? El de aplicar un programa económico de ajuste estructural, debilitamiento del rol del Estado y las políticas públicas y desmantelamiento de los sectores empresarios nacionales, que demandara un nivel de endeudamiento público tan elevado que operara, con el correr del tiempo y ante la imposibilidad de ser cancelado, como garantía de continuidad de las políticas de ajuste económico y disciplinamiento social, y, por lo tanto, como condicionamiento político sostenido en el tiempo.
En otras palatras, las dictaduras latinoamericanas de los años setenta no son sólo el producto de la perversión de sus dirigentes, sino que son parte de un modelo coordinado por los principales factores de poder político y financiero a nivel mundial. Modelo que acarreó, en el caso de la Argentina, el genocidio físico y cultural que todos conocemos, y la proyección en el tiempo de sus peores consecuencias. América Latina en general, y nuestro país en particular, desempeñaron un papel muy importante en esa disputa de paradigmas económico-financiero que tuviera lugar en la década de los años setenta, entre los modelos de ajuste de corte financiero y los modelos desarrollistas o estructuralistas con inclusión social que habían llevado a la región a un vasto crecimiento durante las décadas anteriores.
A partir de ese momento, los paradigmas financieros –tipo de cambio, tasa de interés, políticas arancelarias- remplazan a los paradigmas de la economía dura como inversión, producción, desarrollo, empleo. Dicho rápidamente, se fija un valor muy bajo para el dólar, de manera que los factores productivos nacionales, que se manejaban en torno al peso como moneda nacional, tuvieran costos muy altos de producción en pesos y no les conviniera exportar por la inconveniencia de los precios de exportación a partir de un dólar bajo. Complementariamente, los precios de importación serían muy bajos en dólares, ayudados por una política arancelaria que bajara las barreras al ingreso de productos importados. Esta inundación de productos del exterior a precios muy baratos para competir con una industria nacional que la propaganda oficial mostraba ineficiente, hizo finalmente desaparecer a esta última. Las elevadas tasas de interés beneficiaban la colocación financiera por sobre la producción, lo que hizo que muchos empresarios nacionales se desprendieran de sus establecimientos, entregándolos a precios accesibles a quienes luego serían los grupos más concentrados, y colocaran el dinero en los bancos. La Argentina acababa de entrar en el juego de la financierización mundial, desde la más profunda dependencia política. El país no exportaba, importaba todo, se cerraban las fábricas nacionales, se formaban los grupos concentrados, despertaba una economía de servicios y baja demanda de mano de obra. A esto se sumó otro vector de transferencia de recursos nacionales al exterior, que fue –a partir del dólar barato- la exacerbación del turismo, con compras monumentales de electrodomésticos en el exterior. Es decir, salía el dinero generado por el trabajo argentino y se quedaba en el extranjero, como forma de pagar el trabajo generado en el exterior.
Finalmente, como presagio del colapso, llega un nuevo instrumento financiero ideado por el entonces ministro de economía Martínez de Hoz, que se denominó “la tablita”. Se trataba de un cronograma programado de descenso de las tasas de interés para evitar el estallido, que hizo que los empresarios nacionales que ya habían enajenado sus fuentes de producción, ahora perdieran también la renta financiera, en manos de los mismos grupos que comenzaron a dominar la economía argentina, condicionaron la salida democrática y protagonizaron la experiencia neoliberal de los noventa.
El deterioro de la relación Estado - Sociedad
Había desaparecido de la Argentina la burguesía nacional, con la cual los sectores populares mantenían una ardua puja distributiva, pero en el marco de un país que generaba ingreso nacional. El “Cordobazo”, del 29 y 30 de mayo de 1969 es una prueba de ello. Sectores sindicales y estudiantiles pugnando por una distribución más justa del ingreso, en el marco de un país con economía de pleno empleo, altísimo nivel de sindicalización y de trabajadores formalizados, sueldos en blanco, asignaciones familiares, hospitales sindicales y turismo social, y estudiantes con un nivel presupuestario y de excelencia docente en las Universidades públicas que hoy envidiamos. Párrafo aparte merecerían los reclamos de cambio de sistema proclamado en aquellas movilizaciones, pero en este trabajo sólo procuro una descripción de las condiciones estructurales de la economía política, y las derivaciones producidas en ella como fruto de aquella movilización social. En definitiva, un alto nivel de organización y movilización popular en demanda de mayores y mejores políticas públicas, en un país con un Estado que era propietario de los servicios esenciales y estratégicos y de gran parte de la renta petrolera, y que controlaba el comercio exterior de granos y de carnes. El balance de la relación Estado-Sociedad fue declinando hacia un retroceso progresivo del primero, lo que lleva a un retroceso semejante de la segunda. A peores condiciones en la sociedad civil, menores demandas de políticas públicas, a menos políticas públicas, menos Estado y peor sociedad civil. No es cierto que la mayor exclusión y marginalidad social conlleven a una mayor organización y movilización de la sociedad. El empobrecimiento de uno de los términos de la relación apareja el empobrecimiento de su contraparte, y viceversa, lo que hace imprescindible una recuperación del Estado y las políticas públicas como desencadenante de la recuperación social.
La frustración de las salidas democráticas
En estas condiciones de extrema fragilidad económica, iliquidez de las finanzas internacionales con altas tasas de interés y agravamiento del costo de la deuda, la derrota militar en Malvinas, el aislamiento internacional debido a las violaciones de los derechos humanos, presiones militares por la posibilidad de ser enjuiciados, llegamos en la Argentina a la salida democrática de 1983. Simultáneamente, el desastroso final de la dictadura en el concepto del grueso de los argentinos y del mundo, despertó grandes expectativas en quien ocupara el nuevo gobierno como resultado de los comicios. Centenares de miles de personas acudían a los actos partidarios y poblaban los locales, y millones de ciudadanos habían optado por afiliarse a alguno de los partidos políticos, como muestra de la confianza y el fervor que la salida política generaba. En suma, la paradoja de una gran demanda de políticas públicas al nuevo gobierno, y una debilidad objetiva de éste en cuanto a las herramientas con que contaba para satisfacerlas. Esto, más los gruesos errores cometidos, causó una rápida y profunda decepción respecto del primer gobierno de post-dictadura, y terminó por legitimar la opción neoliberal para la etapa subsiguiente. Una vez más, las condiciones de la Argentina coinciden con un momento de la política y de la economía mundial, de modo de prestar consenso social y electoral a una nueva fase del ajuste. No casualmente, 1989 es al mismo tiempo el año de la Caída del Muro de Berlín y el de la asunción de Carlos Menem como presidente argentino. Un año más tarde, el denominado Consenso de Washington terminará de sellar por escrito esta segunda etapa del ajuste estructural iniciado en los años setenta, concluyendo su tarea de desmantelamiento del Estado a expensas de transferir su poder de intervención en la economía a manos de los grandes conglomerados financieros. Aunque la Argentina es, seguramente, el ejemplo de aplicación más ortodoxo y escandaloso de la DSN primero, y del Consenso de Washington más tarde, es justo decir que, con sus particularidades, la esencia del modelo neoliberal se replicó en el conjunto de la región.
En suma, sin caer en comparaciones inconvenientes, no creo que la sola mala calidad de nuestros dirigentes, como se insinuó en algún momento, haya sido la única causa del repliegue en la participación juvenil. Prefiero agregar a esa causa, que está presente, un marco histórico que es el que acabo de plantear con el mayor esquematismo posible. Lo ocurrido en nuestro país durante los años setenta generó, además, una especie de agujero negro de dirigentes, como consecuencia, en primer lugar, de los que fueron asesinados. Pero a eso hay que sumar el autoexilio, el miedo a lo público y la retracción a participar, etc. Imaginemos por un instante un país en el que estuviera presente, y además con una línea de continuidad en el tiempo, sólo un porcentaje de toda esa generación trunca de dirigentes –es decir, unos cuantos miles- con una imprenta ideológica, ética y solidaria.
Ese repliegue se profundizó con el correr de los años que frustraron la esperanza en la democracia, y el involucramiento de los jóvenes en lo público recién comenzó a recuperarse a partir de la administración de Néstor Kirchner, en 2003, con una fuerte reapropiación de algunos símbolos democráticos. Desde luego, no convoca con la misma energía a una épica juvenil un presidente como Kirchner, que ordena eliminar el retrato de los dictadores genocidas de la galería de comandantes militares, que un presidente como Menem, que los indultara. No convoca a una épica el efímero retiro voluntario otorgado a miles y miles de trabajadores despedidos de las empresas públicas privatizadas en los noventa, que la negociación sindical por mejorar los salarios y las condiciones de trabajo. No convoca igual la desnutrición de los niños que su escolarización.
El presente y el futuro
Se trata de una etapa en la que América Latina presenta condiciones favorables sin precedentes: legitimidad política de sus residentes, bonanza económica, desendeudamiento, tendencia a la reinclusión social y recursos naturales. Además, se trata de un proceso donde los principales desafíos políticos son abordados en un ámbito de unidad por fuera del tutelaje histórico de los Estados Unidos, como es la UNASUR. Será crucial atravesar esta etapa con la plena conciencia de que la gran línea divisoria está en profundizar una agenda que priorice las causas populares, indigenistas, multiculturales, de los sectores más olvidados. Una agenda que privilegie la lucha contra la pobreza y por la inclusión y el desarrollo, de modo de tornar irreversibles los avances producidos en la presente década, e impedir la reformulación de la agenda del neoliberalismo como opción de gobierno. En saber que esa es la línea divisoria y de ninguna manera aceptar que lo central sean algunos matices, estilos o particularidades que distinguen a algunos gobiernos progresistas de otros, dentro de la región. Esa es la división secundaria por donde el neoliberalismo pretende volver a filtrarse.
Otro punto saliente de la agenda regional debe ser la fortaleza de una posición conjunta en defensa de nuestra autonomía para fijar políticas cambiarias, y desatender el reclamo que los EE.UU. formulan a la región para que revalorice sus monedas para permitir la importación de productos estadounidenses, de modo que ellos puedan reparar su déficit estrepitoso. Nuestros países deben actuar con suma inteligencia para evitar lo que en economía se denomina la “enfermedad holandesa”, esto es, acumular tantas divisas a partir del aumento de las reservas y del superávit fiscal y comercial, que se vean en la obligación de revaluar las monedas nacionales, e interrumpir de ese modo la presente etapa de sustitución de importaciones que tanto favorece nuestra industrialización.
El otro desafío es la defensa inteligente de nuestros recursos naturales, que América Latina atesora en cantidad y variedad, y que son escasos para una gran parte del mundo desarrollado. Tanto la biodiversidad, como las reservas de agua potable, los combustibles fósiles, biocombustibles y a otras fuentes de energía alternativas, la producción de alimentos, la riqueza ictícola, constituyen una gran ventaja comparativa y competitiva para la región, que debe preservarse a partir de la custodia de la paz y la integración política. Otras regiones del planeta, también ricas en estos mismos recursos, están demostrando dificultades para su aprovechamiento, a partir de una conflictividad étnica y/o religiosa extremadamente radicalizada.
Proyectos como el Banco del Sur y la coordinación de políticas macroeconómicas que lleve a independizar el comercio regional de los avatares del dólar, o como el Consejo de Defensa Regional, cuyas hipótesis de conflicto se vinculan a la defensa de los recursos ambientales del núcleo amazónico, de los recursos minerales del núcleo andino, de los recursos acuíferos del núcleo platino y de los recursos energéticos del núcleo atlántico, nos permiten avizorar un futuro esperanzador. Y desde allí ir construyendo nuevos paradigmas de desarrollo, habida cuenta que no estamos ante una crisis meramente financiera. De ser así, una buena política financiera podría sacar al capitalismo de ella. Se trata, más bien, de una crisis de paradigma civilizatorio, de modo de acumulación. Si América Latina enarbolara únicamente el estandarte del desarrollo tradicional, de modo que el objetivo trazado fuera que sus pobres puedan un día consumir como en Vancouver o Copenhagen, harían falta más de cinco planetas Tierra para acopiar los recursos energéticos necesarios para ello. Es hora, pues, de levantar las banderas de la economía social, el cooperativismo, los presupuestos participativos, la recuperación de empresas para los trabajadores, el desarrollo local, el consumo responsable, los precios justos, el comercio solidario.
Acudimos, por primera vez en varias décadas, a una disputa de hegemonía entre la política y las corporaciones, con presidentes que han optado, aún con limitaciones y claroscuros, por la vía de interpelar a los poderes en nombre de sus pueblos, y no ya por justificarse antes sus pueblos en nombre de los poderes, como en las décadas anteriores. Algunos ejemplos llevan a cabo el proceso de inclusión social por apropiación estatal de renta privada con mayor intensidad, como el caso de Evo Morales en Bolivia, otros tienen una tendencia mayor a la recuperación de símbolos, como el caso argentino, pero todos se distinguen claramente de las derechas de sus respectivos países y convergen en un proyecto de integración latinoamericana.
Todo esto lleva a suponer que el futuro de la región es promisorio, y que debería incrementarse la incidencia de las posiciones de América Latina en la agenda internacional. Necesitamos no dilapidar esfuerzos ni recursos en cuestiones secundarias, y centrarnos en aquellos temas que agreguen sujetos democráticos a este proceso, como los indígenas, los afrodescendientes, los sin tierra, los más pobres, los que han hecho una elección no mayoritaria de su preferencia sexual. Debemos protagonizar, a diferencia de las décadas anteriores, un proceso de incorporación y no de negación de derechos, un proceso orientado a multiplicar las instituciones y las posibilidades de la economía social y solidaria, en contraposición con el capitalismo neoliberal desenfrenado. Hay condiciones para ello. América Latina ya no tiene las condiciones políticas que hicieron que “perdiera” los años setenta, ni las condiciones económicas que hicieron que perdiera los ochenta, ni las condiciones de pobreza que hicieron que perdiera socialmente los noventa. El gran desafío es hacer converger esta nueva calidad de dirigentes socialmente legitimados por sus pueblos, con la participación madura de nuestras sociedades, no sólo para cambiar la agenda, sino para hacer que la nueva agenda se torne irreversible en términos de derechos sociales adquiridos, y dé inicio a una larga etapa de prosperidad.
* Exposición realizada ante La Legislatura de la Provincia de Buenos Aires en el año 2010.