Comparto este interesante artículo publicado por el Instituto Argentino de Estudios Geopolíticos
SIRIA y MEDIO ORIENTE
Por qué ha aguantado el régimen sirio
Bruno Guigue -- www.silviacattori.net – 3-05-2014
¿Se puede seguir hablando de la crisis siria de manera racional? Se podría dudar fácilmente al oír esta letanía incesante de mentiras que sueltan los medios de comunicación sumisos como si fueran verdades fundamentales. Sin embargo, los hechos están ahí, son “testarudos” y resisten a las denegaciones más insistentes.
El desmoronamiento de un relato edificante
Desde verano de 2011 los editoriales de la prensa occidental celebran a coro los funerales del poder damasceno: “Tirano sanguinario que asesina a su pueblo”, ¿no se condena de antemano al presidente sirio? De creerlos, está a punto de morir. El tan esperado colapso final es ahora cuestión de meses, incluso de semanas. Como en Túnez, Egipto y Libia, la insurrección victoriosa va a precipitar al déspota al basurero de la historia.
Por medio de una especie de “reductio ad simplicissimum”, se ha tratado obstinadamente de convertir esta guerra civil en una guerra de uno solo contra todos. Ahora bien, este edificante relato ha acabado por desmoronarse como una castillo de naipes. Más popular en Occidente que en las calles de Damasco, el escenario de la inminente caída del régimen acorralado y minado por la corrupción y la represión se ha quedado en un concepto teórico. El régimen sirio ha aguantado a pesar de una inaudita presión interior y exterior.
La oposición siria ha tomado sus deseos por realidades empujada por las petromonarquías del Golfo y las potencias occidentales. Al arrojar a la calle a unas masas empobrecidas por la crisis económica ha querido crear una relación de fuerzas decisiva, prueba de una victoria rápida. Cegada por el asombroso éxito de las revoluciones tunecina y egipcia, solo ha visto en Bachar Al-Assad una supervivencia del pasado que había que quitar de en medio por medio de la vía insurreccional.
Al hacerlo la oposición ha acorralado al régimen y le ha condenado a una acción brutal. Como estaba contra las cuerdas, no tenía más opción que vencer o morir. No es sorprendente que haya optado por la opción militar teniendo en cuenta tanto la actitud de la oposición como su propia historia. Desde el golpe de Estado de 1970 el poder está en manos de una casta militaro-civil que no tiene intención de compartirlo. El casi monopolio del Partido Baath se organiza en el marco de una coalición que reúne a las diferentes familias del nacionalismo árabe en cuya cumbre el clan Assad es la piedra angular del poder.
Las responsabilidades de Damasco en la génesis del enfrentamiento son evidentes. Régimen autoritario, cuya legitimidad ideológica se ha diluido en las imperfecciones de un sistema de clanes, se ha mostrado incapaz de ofrecer una alternativa al statu quo. Además, desde hace diez años ha cometido el error de aplicar las recetas liberales del FMI en un contexto de crisis económica agravada por varias sequías. Desde este punto de vista, la guerra civil también es fruto de su incuria.
No obstante, el régimen hizo importantes concesiones en la primavera de 2011: una revisión de la Constitución que acababa con el monopolio del Partido Baath, amnistía y liberación de presos, medidas fiscales y sociales generosas, organización de elecciones legislativas. Estas medidas, que fueron rechazadas desdeñosamente por la oposición, no tuvieron efecto alguno. En aquel momento es como si los adversarios del régimen, seguros de ganarle, hubieran elegido la prueba de la calle para que se les diera la razón.
Sin embargo, las manifestaciones masivas en favor de Bachar Al-Assad que tuvieron lugar en Damasco, Alepo y Tartus entre junio y noviembre de 2011 hubieran debido incitarles a la prudencia. Aunque se haya desgastado su base social rural mellada por la crisis económica, el régimen baathista conserva una legitimidad popular. La población de la periferia está en ebullición, afectada por la reacción autoritaria de los poderes locales, pero amplias capas de población urbana, preocupadas por el brote contestatario y el ascenso del islamismo, siguen siendo fieles al régimen.
El odio confesional, base de la oposición
El poder, que afirma tener la ideología laica del panarabismo, choca desde sus orígenes con la irreductible hostilidad de los Hermanos Musulmanes. Llevada por la ola ascendiente del islam político, la cofradía pone en tela de juicio la legitimidad del régimen y desde finales de la década de 1970 emprende una estrategia insurreccional que se traduce en una oleada espectacular de atentados. Los horrores de la actual guerra civil tienen sus raíces en este clima de enfrentamiento larvado que opone desde hace treinta años la esfera de influencia islamista y el régimen nacionalista.
En el relato de los orígenes de la crisis se suele olvidar un hecho fundamental: la guerra civil no empezó en 2011, sino el 16 de junio de 1979. Aquel día militantes armados de los Hermanos Musulmanes asesinaron a 83 oficiales alumnos alauitas de la Escuela de Artillería de Alepo. Esta masacre contra el centro de la elite militar provocó una represión despiadada. Culminó en Hama en 1982 cuando el ejército regular aplastó en sangre una insurrección armada llevada a cabo por una rama disidente de la cofradía tras haber liquidado a un centenar de cuadros locales del Partido Baath.
El golpe de mano perpetrado en Alepo en 1979 reviste además una dimensión premonitoria: prefigura el clima de odio interconfesional que reina hoy en Siria e Iraq. Al dejar al margen a los sunníes, quienes tomaron los rehenes en 1979 se entregan sin vergüenza a una “limpieza confesional” de la que la actual guerra proporciona a su vez siniestros ejemplos. Hay que ser ciego para no verlo: en la sangrienta tragedia que padece el pueblo sirio el odio a la “herejía alauita” se ha convertido en la base ideológica de la oposición.
Por medio de su extremismo, la oposición no solo ha proporcionado al régimen la excusa soñada para su intransigencia (¿qué se puede negociar cuando se exige tu desaparición?), sino que, más grave aún, ha transformado deliberadamente una lucha política en una guerra de religión. En este aumento del extremismo justificado por la pureza doctrinal, es una necedad decir que los errores son compartidos. Y es que el régimen sirio y sus aliados de Hizbolá nunca han avivado un odio interconfesional que los predicadores saudíes, borrachos de venganza, arrojan día tras día.
El régimen sirio, que es neutral en el plano confesional, se beneficia del apoyo sin fisuras tanto de las autoridades religiosas sunníes como de las diferentes Iglesias cristianas. Calificado de “secta alauita” por una prensa occidental que reproduce los tópicos wahabitas, este régimen no es solo el protector de las minorías sino que, como han experimentado amargamente los habitantes de las zonas controladas por la rebelión, también es su seguro de vida. Es inútil preguntarse qué futuro pueden esperar los alauitas, los chiíes, los drusos, los cristianos y los kurdos en un país que pase a estar bajo el yugo de Al-Qaeda.
Romper con la hemiplejia del discurso dominante
Para comprender el conflicto sirio hay que romper con la hemiplejia del discurso dominante. Se nos quiere persuadir a toda costa de que la guerra que tiñe Siria de sangre desde hace tres años opone un régimen de torturadores a una oposición entusiasta de la democracia. Esta fábula occidental demoniza al régimen sirio, al que se cubre de oprobio, al mismo tiempo concede a la oposición siria una auténtica absolución moral.
En este sentido se ha podido ver la función esencial que desempeñó la acusación de masacre química. Poco importa que Carla del Ponte, alta funcionaria de la ONU, haya incriminado a la rebelión armada desde la primavera de 2013, que dos expertos del prestigioso MIT hayan afirmado que el ataque químico del 21 de agosto de 2013 provenía de las zonas rebeldes o que el gran periodista estadounidense Seymour Hersch haya denunciado las mentiras de la CIA: la manipulación de la opinión pública mundial exige la culpabilidad del régimen de Damasco.
Simultáneamente, se apresuran a cubrir con un púdico velo las infamias de la rebelión. Las atrocidades cometidas por las facciones yihadistas, decapitadoras y caníbales, se pierden en el balance de una cobertura mediática que diferencia entre víctimas buenas y malas. Por ejemplo, todo el mundo pudo leer en Le Monde que los excesos de los rebeldes en Maaloula eran una invención de Damasco en el mismo momento en que la televisión siria retransmitía las imágenes de los funerales cristianos de las víctimas civiles del ataque perpetrado por el Frente Al-Nosra.
Esta lectura hemipléjica de la crisis siria, común a la casi totalidad de los medios occidentales, ha demostrado su inanidad. Se ha disipado la cortina de humo de una oposición siria democrática y tolerante, y ha cedido el sitio a unas hordas de fanáticos venidos de todas partes y de ninguna para masacrar a los alauitas. En efecto, se sigue exhibiendo ante las cámaras a intelectuales respetables, exiliados desde hace tiempo, para acreditar la ficción de una oposición recomendable. Pero todo el mundo sabe quién dirige la oposición sobre el terreno y se airea desde hace tiempo el mito del “Ejército Libre Sirio”, esa cáscara vacía.
¿Hay que simular, a semejanza de las cancillerías occidentales, que se cree que la rebelión estaba dispuesta a participar en un proceso político? Su ideología sectaria, compuesta de odio confesional, sus prácticas expeditivas
y sus derivas mafiosas han demostrado ampliamente lo contrario. Según los balances que proporciona regularmente el Observatorio Sirio para los Derechos Humanos (OSDH, por sus siglas en inglés), organismo cercano a la oposición, quienes sufren las peores pérdidas son las fuerzas cercanas al régimen. Se reconocerá que se trata de un genocidio curioso cuando los verdugos tiene más muertos que las supuestas víctimas.
Es evidente que el régimen de Damasco sigue encontrando soldados dispuestos a morir para defender a un país agredido por estos forajidos de la yihad global que sirven de subalternos a las petromonarquías corruptas. Desde el verano de 2013 el ejército árabe sirio reconquista poco a poco el terreno en un eje que va desde Damasco a Alepo vía Homs y Lattaquié. Lejos de desmoronarse, parece retomar las riendas, aunque se le escape casi por completo el control de las fronteras del norte y del este, vías de importación de los mercenarios wahabitas.
En efecto, la doxa exige que se diga que el éxito de esta ofensiva es imputable a factores externos. Pero sería más justo afirmar que la ayuda militar de Hizbolá, el apoyo financiero de Irán y las entregas de armas rusas han equilibrado la influencia contraria de esta gigantesca coalición internacional que desde hace tres años ha jurado acabar con el régimen. En efecto, desde hace tiempo la Siria baathista, eslabón central del eje de la resistencia, figura en la agenda de la desestabilización occidental de los Estados rebeldes (cf « Pourquoi la Syrie indispose les maîtres du monde »).
Una avalancha de petrodólares entregados a las facciones yihadistes, entregas de armas estadounidenses financiadas por Qatar, ayuda militar turca en la frontera norte, cooperación de los servicios secretos occidentales, despiadadas sanciones económicas, amenazas de Estados Unidos y de Francia, bombardeos israelíes: este extraordinario derroche de medios no ha podido acabar con el régimen baathista. Habrá que terminar por admitir que si ofrece semejante resistencia es sin duda porque una gran parte del pueblo sirio ha encontrando buenas razones para apoyarle, a pesar de sus errores.
Bruno Guigue, en la actualidad profesor de Filosofía, es titulado en Geopolítica por la École National d’Administration (ENA), ensayista, y autor de los siguientes libros: Aux origines du conflit israélo-arabe, L’Economie solidaire, Faut-il brûler Lénine?, Proche-Orient: la guerre des mots y Les raisons de l’esclavage, todos publicados por L’Harmattan