En las últimas semanas se han producido distintos hechos políticos que, a primera vista, podrían interpretarse como inconexos, pero que a mi juicio forman parte de un mismo universo conceptual. No quiero decir que hayan sido planificados en una suerte de "mesa directiva", pero sí responden a un conjunto de valores que delinean una concepción del Estado, de la política y del modo de vida de una sociedad. Un modelo que ya nos gobernó bajo distintos ropajes durante muchas décadas, y al cual es un imperativo no regresar.
El domingo 14 de abril regresé a mi casa a eso de las ocho y media de la noche, todavía conmovido por la potencia de esas largas jornadas en solidaridad con los damnificados por las inundaciones de La Plata. Y, especialmente, por la concentración final, que encontró al Estado junto a la sociedad, vinculados por esa polea de transmisión tan necesaria –y a la vez tan vilipendiada por la oligarquía– que es la militancia. Esta vez con un valor agregado: el encuentro entre jóvenes dedicados a la política con jóvenes soldados del Ejército Argentino, una asignatura pendiente largamente demorada como consecuencia de todo lo que nos pasó.
Una hora y media más tarde, el modelo antagónico en la pantalla. Una payasesca operación de prensa pagada por los archienemigos del gobierno, que, a partir de personas muy ligadas al espectáculo, nos regresan al viejo esquema de la farandularización de la política. Y a que sea la televisión, no la que relata los hechos, sino la que construye la agenda de la semana. Una clara confrontación de modelos de construcción política.
Luego, la concentración de personas del 18 de abril, a la que me resisto a analizar desde el punto de vista cuantitativo. Aun cuando creo que no superó en número a las anteriores, lo esencial es lo cualitativo. Y, en este aspecto, careció de tres elementos indispensables para convertirse en algún momento, en una alternativa política: unidad de concepción, unidad de conducción, y unidad de destino. Tres elementos que el proyecto nacional y popular, no obstante los ataques que arrecian, tiene profundamente arraigados.
A continuación, el debate sobre la democratización judicial, en el cual afloraron las peores lacras de sus oponentes. Una de ellas, el insulto y la descalificación sistemáticos, en lugar de verter una sola propuesta alternativa sobre qué hacer con un poder judicial degradado. Otra de ellas fue aducir la falta de debate. Cuando el último 1° de marzo, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner expuso sus grandes objetivos, transparencia, democratización, capacitación, concursos, agilización de causas, acceso de los más humildes, ruptura del cerco aristocrático que envuelve desde siempre a nuestro Poder Judicial, y sin conocerse aún el contenido de los proyectos, los opositores desfilaron por el salón de Pasos Perdidos, anticipando que se opondrían a como diere lugar. De aquí el contrasentido de pedirle tiempo a un debate sobre el cual ellos mismos habían anunciado los resultados.
Otra lacra de la oposición: la mentira. Ocultar el verdadero sentido de la reforma bajo la harto conocida denuncia de que todo se hace para apropiarse de las instituciones, y arrasar con la democracia y la república. Otra mentira fue decir "para qué concurrir a las comisiones legislativas, si total no habría correcciones", hasta que, una vez más, la realidad lo desmintió, y se hizo lugar a aquellas correcciones provenientes de sectores que las hacían de buena fe, y no para embarrar la cancha.
La estrategia opositora para el debate judicial estaba clara. Abrigaban dos expectativas. La primera, que el proyecto oficial no contara con los votos requeridos por la Constitución. Y, frustrada esta, fabricar un escandalete que les permitiera retirarse del recinto, y suplir el debate de ideas por un desfile ante las cámaras de TV. El marco conceptual, el inconsciente profundo del proyecto opositor lo había expresado el senador radical por Mendoza cuando dijo "ojalá las cosas no mejoren hasta octubre".
Y, finalmente, la brutal represión de Macri. De un lado, entonces, contexto de unidad sudamericana, inclusión, militancia, debate de ideas, reforma profunda de instituciones históricamente colonizadas. Del otro, deseos de que todo vaya peor, agresión por impotencia para afrontar los debates, represión violenta, vaciamiento de los partidos, farandulización. Porque, en definitiva, es la despolitización de la sociedad la que podría brindar el marco más propicio para una eventual restauración de un modelo de ajuste, que no podemos permitir.
Pero no está todo dicho. Creo necesario poner un ejemplo cercano para graficar la tarea pendiente. Si tuviera que resumir en un solo eje la divisoria de aguas entre los dos proyectos que estuvieron en pugna en la última elección venezolana, diría que esa línea divisoria está en quién se apropia de la renta del país con mayores reservas petroleras del mundo: 297 mil millones de barriles, de los cuales los EE UU (4 % de la población mundial, 30% del consumo de energía) utilizan 6 millones de barriles diarios. Si se la apropia el Estado para su distribución social, o si regresa a las multinacionales. Sin embargo, el resultado electoral fue, grosso modo, 51 a 49 por ciento.
¿Quiere decir esto que el 49 % del pueblo de Venezuela desprecia la construcción de viviendas, escuelas y hospitales, y consiente entregar la renta petrolera al capital extranjero? No. Lo que quiere decir es que hay una amplísima tarea de descolonización cultural a realizar sobre un vasto sector de nuestras sociedades sudamericanas, que, objetivamente, se verían perjudicadas por las políticas neoliberales, pero subjetivamente asumen como propio su discurso. Es imperativo un mensaje que no sólo consolide el núcleo de adeptos al proyecto nacional y popular, sino que amplíe el bloque social que lo sustenta. No únicamente en términos electorales, sino en términos de una gobernabilidad cada vez menos expuesta a las presiones destituyentes.